008. parasite

chapter eight
008. parasite

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LLEGARON AL DESTINO bastante tarde. El trío salió del automóvil y andó sobre el pasto seco y cubierto de maleza. En frente se encontraba lo que parecía un viejo campo de entrenamiento abandonado. Detrás de cercas eléctricas y luces apagadas, la agente Daniels vio viejas huellas de autos. Entrecerró los ojos y miró a través de la cerca a una distancia segura con las manos sobre la frente, como si estuviera mirando a través de binoculares (y como si eso la ayudase a ver mejor y, sorprendentemente, no fue así). Vio varios edificios. Sólo por la forma de su colocación, no le tomó mucho tiempo comprender dónde estaban, incluso sin mirar el letrero que colgaba medio arriba y medio apagado sobre su cabeza.

Los largos edificios de ladrillo que se extendían eran cuarteles. Lucían abandonados hacía mucho tiempo, olvidados y desmoronándose, con las ventanas tapiadas y los techos derrumbándose. Érase una vez, esos edificios habrían estado llenos de reclutas del ejército de la Segunda Guerra Mundial recién salidos de Nueva Jersey. Habrían marchado por estos senderos, habrían disparado en los campos distantes, se habrían arrastrado por el lodo y habrían pasado las noches en estos bosques realizando ejercicios de entrenamiento. Y la mayoría habrían muerto y nunca habrían regresado una vez que se hubieran marchado.

Uno de esos soldados regresaba setenta años después, justo a su lado, apenas envejecido unos años.

Daniels dio un paso atrás y se quitó parte del cabello de la cara. Miró el letrero. Campamento Lehigh.

—¿Es aquí? —preguntó, volviendo a ponerse en fila con Romanoff y Rogers.

—Es aquí —murmuró Steve.

Natasha comprobó algo en su teléfono y miró brevemente las coordenadas que había copiado. Frunció el ceño ante el cartel del ejército estadounidense.

—El archivo salió de estas coordenadas... —murmuró, si no un poco confundida sobre por qué (o dónde) estarían escondiendo algo aquí.

Miró a Steve, que se había puesto muy serio. Siempre fue severo y directo al grano, grave y cauteloso, pero en ese momento, parecía casi atormentado cuando volvió a hablar.

—Yo también.

A pesar de que había un cartel que les advertía de las consecuencias si traspasaban, entraron en el antiguo campamento militar sin ningún problema. El silencio reinaba entre el grupo de una forma alarmante e inquietante, Daniels se sentía como si estuviera atravesando una ciudad fantasma; un lugar que no se había tocado desde que las últimas personas lo abandonaron. Olvidado y ensombrecido, congelado en el tiempo y, a la vez, destruido también por la edad. Observó sus pies caminar, siguiendo en silencio a Steve y Nat por los senderos invadidos por la vegetación. Imaginó que caminaba en los zapatos de otra persona... imaginó la luz del día brillando en esta base donde todo era nuevo. Trató de imaginar el sonido de las órdenes, y la marcha disciplinada, y Pamela miró a su alrededor y de alguna manera pudo ver una vida ya desaparecida. Una época muy sangrienta y horrible, y ellos la recordaban... y al mismo tiempo parecía que no. Porque estaba segura de que, si lo hicieran, las decisiones que tomaron desde el final de la Segunda Guerra Mundial serían muy diferentes.

Y ahora, al igual que la página de un libro de historia, se cerró de golpe y se apartó tan pronto como alguien ya no necesitaba mirarla. Cumplió su propósito y la gente siguió adelante. Daniels se detuvo de repente y se agachó, con la respiración entrecortada cuando vio algo brillar. Extendió los dedos y, asombrada, cogió un botón viejo. Mientras los demás seguían caminando, ella lo giró en la palma de su mano y le quitó un poco de polvo. Pamela soltó una risita de asombro. Por el tamaño, supo que habría sido un repuesto de la camisa de alguien.

Antes de que los demás se dieran cuenta de que se había quedado atrás, se levantó rápidamente, deslizó el botón en su bolsillo trasero y avanzó para alcanzarlos.

Deambularon por el campamento. Steve no habló mucho, solo miraba a otro lado con ojos distantes y cuando hablaba, también lo estaba su voz. Daniels se preguntó si realmente no había dado un paso hacia su pasado hasta ahora, y se dio cuenta de cuán lejos había sido arrancado.

Pasaron por el cuartel en ruinas y el Capitán América lo miró por un momento; parecía triste. Respiró hondo y apretó la mandíbula, explicándoles:

—En este campamento fue donde me entrenaron.

Daniels lo observó atentamente. Mientras Natasha subía a los viejos cimientos de concreto, escaneando sus coordenadas para limitar su búsqueda, Pamela frunció los labios y le murmuró al Capitán América que estaba a su lado:

—¿Ha cambiado mucho?

Se sintió estúpida tan pronto como lo preguntó. Claro que había cambiado mucho. Estos barracones en los que habría dormido se estaban cayendo a pedazos. Los campos por los que transitaba llevaban años sin ser tocados. Caminaba entre fantasmas que conocía y todavía estaba vivo. Los postes ya no tenían banderas, y miró uno de ellos con esa mirada triste en sus ojos.

—Un poco —él murmuró. Luego siguió adelante sin decir una palabra más. Daniels suspiró y se pegó mentalmente.

Se alegró cuando Natasha habló, todavía frunciendo ante la pantalla. Se volvió hacia ellos desde donde se encontraba en equilibrio sobre el borde de unos viejos escombros de ladrillo.

—Estamos en un punto muerto. No hay señales térmicas ni ondas, ni siquiera de radio —suspiró y guardó su móvil en el bolsillo de su chaqueta—. Quien escribió el archivo debió utilizar un router para despistar.

Fue entonces cuando Steve se detuvo en seco. Frunció al ver un edificio solitario en el campo; el camino que seguían conducía directamente a él. Era un cobertizo que parecía tan viejo como todo lo demás aquí. Y, sin embargo, el Capitán América parecía que no lo había visto jamás hasta ahora. Y eso le preocupaba.

—¿Qué pasa? —Romanoff volvió a pisar el césped. Siguió su mirada. Tanto ella como Daniels estaban un poco confundidas en cuanto a qué lo ponía tan nervioso.

Rogers apretó la mandíbula y avanzó. Las dos agentes no tardaron en seguirlo. Caminó a paso firme y decidido hacia el edificio: una larga fachada en forma de arco triangular que a Daniels le recordó a un búnker. Construido desde el suelo con acero reforzado y piedra.

—El reglamento militar prohíbe almacenar munición a menos de quinientos metros de los barracones —dijo Rogers—. Este edificio no debería estar aquí.

Llegaron a la entrada y él levantó su escudo. Daniels hizo una mueca ante el sonido cuando lo lanzó con fuerza sobre la cerradura. Se rompió como si nada. Rogers abrió la puerta. Se escuchó un largo roce contra el suelo de cemento.

El edificio estaba vacío en la oscuridad. Daniels frunció, incrédula, hasta que fijó su mirada en la pared del fondo. Avanzó y sus botas dejaron huellas en el polvo. Siguiendo la línea de estantes vacíos, pronto se dio cuenta de que las paredes eran demasiado cortas para el edificio que había visto afuera.

—Por aquí —anunció.

Daniels no esperó a que la alcanzaran. Se detuvo en la pared del fondo, con el ceño fruncido mientras pasaba los dedos por el ladrillo, buscando una sensación muy específica en las grietas.

—¿Qué haces? —sabía que Steve preguntaría.

Puso los ojos en blanco mientras sus dedos descendían hacia una ligera marca, pero era lo que quería. Pamela agarró uno de sus cuchillos y apoyó la punta contra las grietas entre dos ladrillos. Lo cerró de golpe en la empuñadura y sonrió cuando algo hizo clic en el interior, y la pequeña trampilla se abrió. Abrió la escotilla por completo y murmuró:

—El truco más antiguo del libro de espías.

En el interior había una manija de puerta. Daniels la rodeó con fuerza con la mano y tiró. Cuando no se movió mucho, apretó los dientes y dio un paso atrás.

—¿Steve? —preguntó descontenta y de mala gana.

Ella le dejó ocupar su lugar. Él agarró la manija y casi de inmediato, con un solo tirón, apareció una puerta en la pared de piedra. Se abrió, revelando una pequeña y estrecha escalera que conducía hacia abajo.

Daniels compartió una mirada con Natasha. Se encogió de hombros y asintió hacia la escalera como diciendo: bueno, no tenemos nada mejor que perder.

La escalera los llevó debajo del edificio vacío. Crujieron bajo su peso, envejecidas y muy usadas. Pero era extraño. La fachada que los rodeaba, las luces que sobresalían y los cimientos a sus pies, eran todos diseños de posguerra. Fuera lo que fuese este lugar, fue construido poco después de que terminara la guerra.

Alcanzaron el fondo y la construcción se extendía en una larga sala subterránea. Pamela parpadeó un poco cuando Romanoff encontró una luz y tensó la cuerda para encenderla. Se produjo un estallido de luz, click, click, click, las lámparas que no se habían utilizado en años volvieron a la vida a lo largo de pasillos y pasillos de mesas de trabajo, estanterías y salas cerradas. Hasta que brillaron sobre un gran símbolo redondo fundido en la pared de ladrillo: un águila.

La agente Daniels se perdió en un momento de asombro y silencio mientras contemplaba la interminable base secreta subterránea. Aquí, los agentes solían sentarse en los escritorios. Los archivos solían llenar los estantes y esas habitaciones cerradas eran oficinas, celdas y bóvedas de interrogatorios.Estaban dentro del primer cuartel general de S.H.I.E.L.D., olvidado y abandonado al polvo.

Sorprendida, Romanoff murmuró:

—Esto es S.H.I.E.L.D. —su voz resonó por los pasillos y pasillos de escritorios abandonados.

—Tal vez donde empezó —dijo Steve.

Deambulando, mirando a su alrededor con leves respiraciones de asombro, Daniels se acercó mucho a los escritorios. Pasó el dedo por los lados, tratando de imaginar quién solía sentarse en cada uno. Continuaron su camino hasta que encontraron una habitación con letras plateadas aún visibles en su puerta. Habitación C. Rogers las miró a cada una antes de avanzar. Abrió la puerta lentamente y las bisagras chirriaron.

Romanoff arrugó las cejas al ver más estantes y una mesa larga y estrecha en el centro.

Daniels avanzó, rodeó a Rogers y dio una vuelta completa por la estancia.

—Debió ser una sala de conferencias —decidió—. Debió ser de principios de la década de los 50, justo después de que se formara S.H.I.E.L.D. para reemplazar al SSR por... ellos —dejó de caminar hacia atrás y miró hacia la pared justo en frente. Pamela se detuvo y señaló hacia arriba los tres retratos que colgaban sobre sus cabezas.

Romanoff y Rogers se detuvieron a ambos lados de ella. Levantaron la vista hacia las tres fotografías, una de las cuales Natasha reconoció de inmediato.

—Ahí está el padre de Stark... —asintió hacia el hombre en el medio. Daniels entrecerró los ojos y no pudo evitar ver una semejanza en el cabello oscuro, la nariz puntiaguda y la mirada; incluso la postura era notablemente la misma que la del hombre que había conocido brevemente antes. Al mismo tiempo, no podía creer que Tony Stark fuera el hijo de este hombre fotografiado, congelado en el tiempo, justo frente a ella.

—Howard —dijo Steve. Su voz era suave. Miró a cada uno como si estuviera viendo amigos perdidos hacía mucho tiempo; parecía conocer personalmente a cada uno de ellos, y era discordante verlo. Presenciar cuánto tiempo había pasado hasta que Steve Rogers miraba a un hombre que recordaba y que ahora, era nada más que un fantasma.

—Ese es el coronel Phillips —se encontró explicando Daniels cuando Rogers no habló más. Señaló la foto en el extremo izquierdo de un hombre de aspecto muy brusco. Su dedo se movió al cuadro final a la derecha. Era de una mujer feroz y hermosa con una mandíbula fuerte, hermoso cabello castaño y una mirada en sus ojos que a Daniels casi le preocupaba que le disparara dagas directamente desde el cristal—. Y esa es Peggy Carter. Ella... —Pamela se detuvo abruptamente cuando Steve se alejó.

Lo vio marcharse, arrugando el ceño. Él no dijo ni una palabra, ignorando tanto su mirada como la de Romanoff. No tuvieron más remedio que seguirle. Pero Daniels no se fue sin echar una última mirada a Peggy Carter. Un extraño sentimiento surgió en su interior, uno que no echaba de menos la forma en que el Capitán Rogers no era capaz de encontrar su mirada congelada sin tener que romperla segundos después. Frunció los labios, en el fondo tenía la sensación de saber por qué, pero prefirió no decir nada. Sabía que lo correcto era callarse. Al menos cuando notó que Steve Rogers volvía a tener una mirada triste y ponderada.

Daniels supuso que nunca podría imaginar cómo sería para él. Ver sus caras, verse obligado a vivir en un mundo que no era el suyo. Ella estaba segura que Steve Rogers llegaría a casa para el Día de la Victoria y lo celebraría con alguien. Se suponía que debía ir a bailar con la pareja adecuada (si usaba su analogía). En cambio, lo obligaron a alejarse. Se sacrificó y, aun así, no se le permitió tener paz.

Pamela pensó que entendía a Rogers, o al menos una idea de él: la del Capitán América. Odiaba esa idea. Pero en el poco tiempo que estuvo sumergida en esta loca búsqueda en torno a este maldito camino, estaba empezando a comprender y conocer a alguien más.

Se hizo silencio al viajar por los pasillos de estanterías vacías. Daniels frunció brevemente cuando Romanoff arregló con indiferencia la parte trasera de su jersey doblado debido al viaje en coche. Ella siguió adelante sin decir una palabra.

La Víbora Roja respiró hondo y ocultó la forma en que hacía una mueca por los dolores que aún resonaban en su pecho. Estaba a punto de hablar y preguntar si alguno tenía una idea de dónde deberían buscar una base de datos en este sitio, pero entonces Steve se detuvo en seco.

—¿Qué? —Romanoff frunció.

Rogers guardó silencio por un segundo, inclinándose hacia un lado para acercar la oreja a los estantes a su derecha. Daniels y Romanoff estaban en silencio, tratando de escuchar lo mismo que él, y entonces... lo oyeron. Las cejas de Pamela se arquearon, sorprendida cuando escuchó un leve silbido entrecortado en el pasillo: una corriente de aire.

El Capitán América se giró para mirar hacia la sección del frente. Miró cada una de las esquinas antes de levantar el escudo en su brazo.

—Si estás trabajando en una oficina secreta... —dijo y metió la mano en las grietas entre los estantes. Con poco esfuerzo, plantó el pie y tiró. La madera chirrió contra el suelo, pero muy levemente comenzó a moverse. Pronto, todo el extremo derecho de los estantes se deslizó por el suelo, revelando la entrada poco iluminada a un huequito—, ¿por qué escondes el ascensor?

Romanoff logró esbozar una leve sonrisa.

—El truco más antiguo del libro de espías —bromeó.

—Te crees muy graciosa —Daniels la empujó ligeramente hacia el interior del compartimento.

—Y tu eres una nerd —Natasha miró por encima del hombro, su mirada brillaba con una alegría que Daniels no solía ver, especialmente en ella en una situación como esta. O simplemente hacia Pamela en general. Pero fue refrescante.

Daniels no supo qué responder a eso, principalmente porque tenía razón, en muchos sentidos.

—Yo... Coulson lo era, yo no. Yo no soy una nerd. Solo tengo... mucho conocimiento sobre ciertas cosas que creo que todos deberían tener...

—Creía que no te gustaba hablar en las misiones —Rogers decidió añadir. El tono ligero de su tono le dijo que estaba bromeando a su manera.

Pamela se puso de un color rojo brillante, nerviosa por las repentinas bromas a su costa.

—Eso no es... Hay una diferencia... Yo no... —al darse cuenta de que solo demostraba su punto, Daniels respiró hondo y se cruzó de brazos. Apretó la mandíbula y decidió que no hablaría hasta que las puertas del ascensor se abrieran de nuevo.

Presionó para ir hacia abajo. Hubo una terrible sacudida cuando los viejos mecánicos se obligaron a moverse después de años estando quietos. Daniels miró hacia arriba, no le gustaban los fuertes crujidos que hacía el eje cuando iba hacia abajo, incluso más que la propia base militar.

Los intentos de bromear cayeron tan pronto como se incrementaron; la gravedad de la situación en la que podrían estar metidos, o la comprensión de que no sabían muy bien en qué se estaban metiendo, les pesaba. Una vez más, la Agente Daniels rememoró el breve vistazo que había echado a los archivos de esta unidad, cómo había visto a Coulson, un archivo que no estaba inactivo desde su muerte. Y en el momento en que le preguntó a Fury qué significaba, la expresión de su cara la asustó, e incluso la asustaba ahora. Lo que había en ese archivo causó su muerte y sólo el leve vistazo a su contenido había aterrorizado a una mujer que estaba decidida a no estarlo nunca. Que había estado bien con todo hasta ahora. Hasta ese expediente.

El Soldado de Invierno había sido una de las cosas que había cambiado su visión de la vida. Antes de esa misión, era ingenua y estaba desesperada por demostrar su valía... quizá eso era algo que no había cambiado. Pero era tan inocente que cometió errores, que se volvió demasiado ambiciosa (demasiado arrogante), y eso causó la muerte de su equipo. Agentes tan jóvenes y nuevos en esta vida como ella, recién salidos de la Academia y con mucho tiempo de vida por delante.

Pamela los había llevado a una matanza. Ninguno lo había visto venir. Si hubiera vislumbrado un reflejo a través de ese espejo retrovisor, tal vez lo habría visto, tal vez les habría salvado la vida. Nunca más se permitió no estar preparada para nada. Intentó no distraerse con discusiones y bromas (aunque cometió más errores de los que quería admitir), intentó no bajar la guardia. Cada reflejo que miraba ahora era como si esperara que el Soldado del Invierno la siguiera como un fantasma, y tal vez lo hacía.

Porque nunca volvió a ser la misma desde entonces.

Llegaron al fondo con un ruido estremecedor sobre el suelo de piedra. Daniels presionó una mano contra la pared del ascensor para mantenerse firme. Los tres permanecieron allí, en silencio, conteniendo la respiración anticipando lo que verían una vez que esas puertas se abrieran.

Pero entonces la Agente Romanoff dio el paso valiente y sacó su móvil. Deslizó el dedo hacia arriba para activar el escáner enganchado cerca de la cámara y lo sostuvo frente al teclado. Una luz azul pasó sobre los números y una vez hecho esto, iluminó huellas dactilares de años de antigüedad. Presionó el código de acceso y la luz roja se volvió verde en el umbral de las puertas. Sonó algo, como el aire saliendo de un bolsillo, y las puertas rasparon el suelo, lenta y terriblemente, cuando finalmente se abrieron una vez más.

Lo que les esperaba era una sala oscura y de techo bajo. Pequeñas luces, como estrellas rojas, amarillas y verdes parpadeaban delante y proyectaban una sombra macabra.

Una rejilla crujió bajo los pies de Daniels. Lanzó una ojeada a los alrededores, tratando de ver, y entonces, despacio, cuando pasaron por encima de la segunda rejilla, las vigas de arriba empezaron a parpadear. La Víbora Roja pestañeó, sorprendida por la repentina luz. Cuando su visión se aclaró, se encontró en medio de un sótano de piedra lisa. Todo un laberinto de bancos de servidores y ordenadores, tan anticuados que se preguntó si se trataba de un único ordenador. Con altavoces y película grabada; ligas y ligas de ella en todas direcciones hasta que se convertía en un borrón distante de luz y sombra mezcladas.

Justo delante había un grupo de monitores y cámaras viejos y bloqueados; máquinas de fax e impresoras. Subieron a la plataforma con el mismo ceño fruncido, ya que ninguno esperaba ver esto.

Romanoff se burló levemente con total incredulidad.

—Los datos no pudieron salir de aquí —se acercó a las sillas cubiertas de polvo frente a teclados rodeados de otros botones y controles. Su voz hizo eco—, esta tecnología es antigua...

Daniels notó algo: una pequeña luz azul entre el verde parpadeante. Se acercó, curiosa. Entre toda esta tecnología obsoleta, se conectaba un adaptador pequeño y moderno, el puerto USB de una computadora.

—¿Y eso? —lo señaló.

La ceja de Natasha se arqueó. Sacó el disco del bolsillo de su chaqueta y jugueteó con él, casi vacilante cuando se acercó a Daniels. Ambos miraron fijamente el puerto USB, ninguno de los dos estaba seguro de lo que estaba a punto de suceder. La Viuda Negra miró el extremo abierto y con una pausa casi dramática, luego conectó el pendrive.

El ordenador cobró vida. Los cientos de bancos de datos comenzaron a girar; un zumbido distante y continuo los rodeó como si estuvieran en una colmena de abejas. Los monitores parpadearon y las cámaras se movieron y giraron y enfocaron sus rostros. Daniels se puso rígida. Se preguntó quién estaba al otro lado, quién los observaba detrás de la lente.

"¿Iniciar sistema?" se escribió la pantalla y una voz entrecortada y entrecortada lo pronunció.

Daniels miró a su alrededor una vez más, tratando de descubrir quién controlaba este sistema — era tonto de su parte buscar una fuente que no estaba allí. Porque el escalofrío que recibió de esta computadora, al hablarle como si estuviera muy viva en esta sala muerta, la dejó con la sensación de querer huir muy lejos.

La agente Romanoff se acercó una vez más al escritorio. Un poco insegura de lo que se suponía que debía hacer, se inclinó sobre el teclado y escribió "S-I." Presionó Enter y las palabras desaparecieron. En el momento en que esperó, y el silencio aplastante que siguió, no pudo evitar murmurar:

—¿Jugamos a un juego?

Volvió a mirar a Daniels y Rogers, quienes observaban sin decir palabra. Natasha reprimió una sonrisa.

—Es de una película que...

—Ya lo sé —la interrumpió Steve—. La he visto.

El zumbido se hizo más fuerte. Daniels comenzó a calentarse con su jersey; se sintió incómoda con la prenda mientras la sala se convertía lentamente en una sauna mientras cada banco de servidores soltaba vapor. Presionaba para ejecutar este sistema años después de su último uso, y pronto todo se convirtió en una nube de calor asfixiante.

Pero apenas le importó cuando el monitor más grande empezó a iluminarse. Como si estuviera viendo una araña tejer su telaraña, líneas digitales verdes conectadas de arriba a abajo y en cada esquina hicieron un dibujo, el rostro de un hombre con gafas grandes y redondas y la nariz hundida. Y cuando la computadora habló, los labios del hombre se movieron...

Rogers, Steven —decía. El hombre parecía un glitch mientras se movía, pero cuando la cámara enfocó al Capitán América, también lo hicieron las gafas. La voz era confusa entre mensajes electrónicos entrecortados, pero aun así, Daniels podía oír un acento... agudo y retorcido. Ella contuvo el aliento, horrorizada por el sonido—. Nacido en 1918.

La cámara se desvió hacia Romanoff.

Romanoff, Natalia Alianova —la Viuda Negra viró hacia la pantalla tan deprisa que dio un respingo. Su nombre pareció horrorizarla hasta la médula. Daniels trató de no mirar fijamente, pues nunca había oído hablar de ella. Sólo había conocido a Natasha Romanoff como la persona que estaba a su lado. La Viuda Negra. No conocía su pasado, ni sabía nada más que el muro que había construido. Nunca preguntó. Pero de alguna manera, Pamela consideraba a Romanoff la única amiga real que había tenido en su vida... pero en verdad, esa amiga era tan extraña como Daniels—. Nacida en 1984.

Finalmente, la cámara enfocó a la Agente Daniels. Ella le devolvió la mirada y un aliento de miedo surgió en su interior cuando se dio cuenta de que no sabía lo que iba a decir. Quién iba a decir. ¿Qué nombre? ¿Qué alias? ¿Sabría siquiera quién era? ¿ Le diría quién era?

Jones, Mary-Annalise —Daniels no pudo evitar el jadeo que pareció emitir, pues hacía mucho tiempo que no oía tales nombres. Ni siquiera tenía la sensación de que el ordenador le estuviera hablando. Pamela ignoró las miradas que le dirigían los demás, curiosos y confusos. Sabía que no podría verlos—. Nacida en 1988.

Natasha apartó la mirada de Daniels para decir:

—Es como una grabación...

El ordenador se ofendió.

¡No soy una grabación, Fräulein! —Daniels dirigió una tímida mirada a Rogers y se sintió aliviada al ver que no la miraba como antes. En cambio, vio una mirada vidriosa y la mandíbula apretada, como si no sólo estuviera sorprendido por el hombre que había dentro del ordenador, sino que lo reconoció—. Quizá no sea el hombre que era cuando el Capitán me hizo prisionero en 1945. Pero existo... —la voz se distorsionó. En uno de los monitores más pequeños apareció una imagen en blanco y negro de un hombre de cabeza y gafas redondas; el mismo que aparecía en la pantalla.

—¿Conoces a esta cosa? —sopló Romanoff.

Al principio, Rogers no respondió. Frunció ante el rostro del monitor y apretó la mano libre. Bajó de la plataforma y comenzó a rodear el monitor, como si buscara dónde podría estar este hombre que conocía. Si estaba agachado, escondido. Pero allí no había nadie. Luego, explicó:

—Arnim Zola era un científico alemán que trabajaba para el Cráneo Rojo. Lleva años muerto.

Primera corrección: soy suizo —refunfuñó Arnim Zola—. Segunda: mire a su alrededor. Nunca he podido estar más vivo.

Esta vez Daniels miró y se dio cuenta de que no estaba parada frente a una computadora. Estaba parada dentro del cerebro de alguien.

En 1972 me diagnosticaron una enfermedad terminal. La ciencia era incapaz de salvar mi cuerpo. Sin embargo, mi mente valía la pena de ser salvada en sesenta mil metros de bancos de datos. Ustedes están en mi cerebro.

—Ya —murmuró Daniels, tirando de las mangas de su jersey—. En cierto modo entendí ese mensaje, amigo.

—¿Cómo llegó aquí? —Steve se detuvo para pararse junto a Daniels.

Invitado.

Cuando Pamela se topó con la mirada interrogante de Rogers, se dio cuenta de que estaba esperando a que ella respondiera. Tragó saliva con dureza.

—La Operación Paperclip tras la Segunda Guerra Mundial. S.H.I.E.L.D. reclutó a científicos alemanes con valor estratégico. La mayoría se consideraban víctimas. No tenían otra opción, de lo contrario el régimen nazi de la época habría... —se interrumpió, sus palabras se tornaron muy secas como explicación, porque se dio cuenta de que sonaban más como una excusa.

¿Le importaba a S.H.I.E.L.D. lo que hizo o todos se vieron obligados a hacerlo? ¿O simplemente les importaba lo que podían hacer por ellos?

Pensaron que yo podría ayudar a su causa —continuó Zola—. Y de paso, también ayudé a la mía.

—HYDRA murió con el Cráneo Rojo —espetó Steve.

El ordenador se rió entre dientes y fue un sonido horrible

Corta una cabeza y otras dos ocuparán su lugar.

Daniels se dio cuenta de lo que quería decir. A pesar de que la habitación estaba hirviendo, el frío le bañó desde la cabeza hasta los pies. Negó con la cabeza, sin querer creerlo. Él era un loco, ella no debía creerlo...

—Demuéstrelo.

A la orden de Steve, se activaron todos los monitores. Fotos, vídeos, recortes de periódicos, archivos de S.H.I.E.L.D. El corazón de Daniels empezó a latir con fuerza cuando se proyectó un vídeo: el Cráneo Rojo, de pie frente a un ejército bajo la bandera nazi.

HYDRA se fundó basándose en la creencia de que a la humanidad no se le podía confiar su propia libertad. De lo que no nos dimos cuenta fue de que si intentas quitarles esa libertad, se resisten —Pamela torció los labios y no pudo evitar la breve mirada que dirigió a Steve cuando titiló una vieja grabación del Capitán América—. La guerra nos enseñó mucho. La humanidad necesitaba renunciar a su libertad voluntariamente. Una vez acabada la guerra, fundaron S.H.I.E.L.D. y me reclutaron. La nueva HYDRA creció. Un hermosísimo parásito en el interior de S.H.I.E.L.D. Durante setenta años, HYDRA ha estado alimentando en secreto la crisis, sacando provecho de la guerra, condicionando a la gente de este mundo a renunciar a su libertad sin siquiera saberlo...

Pamela se quedó inmóvil. Se mantuvo rígida y fría, mirando fijamente una imagen que le revolvía el estómago. Pasó tan rápido que nadie más que ella se dio cuenta. Pero no había forma de que pudiera olvidar ese rostro... el rostro que la miraba fijamente a través de la puerta abierta de su casa... y que la cerró en sus narices. Vio cómo entregaba una niña a otra persona, vio el destello de un segundo de duración de una firma en un trozo de papel... A Pamela le flaqueaban las rodillas. Había perdido la voz. Había perdido todo pensamiento y consideración cuando su vista se dirigió al nombre impreso junto a la firma. El nombre de su padre.

Y cuando la historia no cooperaba... se cambiaba —Daniels miró fijamente, con las rodillas débiles, la película rayada de un brazo de metal que pasaba: el Soldado de Invierno.

La voz de Natasha tembló.

—Es imposible. S.H.I.E.L.D. los habría detenido.

Se les mostró un titular de periódico: Howard y Maria Stark Mueren En Un Accidente de Coche. En el monitor al lado, Pamela miró fijamente la foto en el archivo de Fury con un FALLECIDO estampado.

Los accidentes ocurren —dijo Zola—. HYDRA ha creado un mundo tan caótico que la humanidad por fin está lista para sacrificar su libertad para lograr su seguridad. Una vez se haya completado el proceso de purificación, surgirá el nuevo orden mundial de HYDRA. Hemos ganado, Capitán. Su muerte vale exactamente lo mismo que su vida: cero coma cero...

Daniels se estremeció cuando el cristal se hizo añicos. Steve se alejó, echando tanto humo que su pecho se agitaba. Le sangraban los nudillos, cortados del cristal, pero no se dio cuenta. Ella nunca lo había visto tan enojado. Nunca pensó que él fuera capaz de estar así de enfadado. No sólo la ira rígida y frustrada que siempre parecía tener, sino una furia verdadera, rota y vulnerable que lo hizo temblar en su lugar.

Como iba diciendo...

Se giraron cuando el rostro de Zola volvió a aparecer en otra pantalla. La mirada de Steve se volvió asesina y se lanzó hacia delante antes de que ni Daniels ni Romanoff pudieran reaccionar.

—¡¿Qué hay en el pendrive?!

El Proyecto Insight requiere intuición —explicó el ordenador con calma—. Así que escribí un algoritmo.

—¿Qué clase de algoritmo? —preguntó Romanoff—. ¿Qué genera?

La respuesta a su pregunta es fascinante. Desgraciadamente, estará demasiado muerta como para oírla.

—¿Qué...? —la voz de Pamela se quebró.

Las puertas del ascensor se movieron detrás de ellos. Steve lanzó su escudo, pero llegó demasiado tarde. Chispeó en la barrera de hierro cerrada, sin dejar ni una abolladura. Rebotó en la columna de piedra cercana y volvió a las manos del Capitán América, pero estar encerrados aquí no era su peor problema. Romanoff cogió su teléfono en cuanto oyó la alarma. Daniels vio cómo palidecían sus mejillas. Levantó la pantalla.

—Se acerca un misil. De corto alcance. Treinta segundos máximo.

—¿Quién lo ha lanzado?

Se le hizo un nudo en la garganta.

—S.H.I.E.L.D.

Arnim Zola se rió entre dientes.

Me temo que les he estado entreteniendo, Capitán.

Daniels estaba contando atrás. Empujó a Romanoff hacia adelante.

—¡Vamos, vamos! ¡Steve, las rejas!

Él lo entendió. Inmediatamente, agarró la rejilla metálica más cercana. Con un fuerte tirón, la arrancó de sus bisagras. Le tendió un brazo a Romanoff, quien corrió hacia él. Ella saltó primero.

Reconózcalo. Es mejor así...

Steve mantuvo el brazo extendido.

—¡Daniels!

Pamela agarró el pendrive y echó a correr.

A ambos...

Daniels escuchó la alarma de Romanoff hacerse cada vez más rápida. El ritmo aceleraba su corazón. De alguna manera, parecía como si Steve se estuviera alejando cada vez más. Cuatro segundos. Tres segundos. Dos segundos. Un segundo...

—... se nos acaba el tiempo...

Pamela intentó alcanzar a Steve justo cuando el misil impactó.

La pared explotó detrás de ella. La explosión la impulsó hacia adelante en una erupción de fuego y escombros. Le quemó la piel y le estalló en los oídos; convirtiendo el mundo a su alrededor en un silencio sordo y resonante. No se dio cuenta de que lo había logrado, incluso cuando el brazo de Steve la rodeó con tanta fuerza que apenas podía respirar contra su pecho. El edificio tembló. Daniels lo sintió profundamente en sus huesos y se preguntó, realmente por un momento, si sería allí donde moriría.

Y se dio cuenta del miedo que le daba.

La oscuridad se la tragó mientras caían al interior de la rejilla. Las llamas desaparecieron en luces distantes. Ella no podía oír nada. Casi como si estuviera en otro lugar, Pamela lo experimentó como un sueño más que como un recuerdo: todo el edificio derrumbándose sobre ella... fuego, escombros, dos pisos enteros de piedra y ladrillo...

Y Steve, sosteniendo su escudo sobre ellos, sobre ella, y llevándoselo todo.

Cada segundo.

Fue entonces cuando un fuerte crujido se hizo añicos arriba. Una losa entera cayó sobre ellos y Steve gritó. Pero cuando fueron empujados hacia la oscuridad, no soltó su escudo. Él no la soltó. No soltó a ninguna de las dos.

No se rindió.

Fue lo único que Daniels recordó. Porque cuando la losa los hundió, se partió en dos y le hizo una brecha en un lado de la cabeza, y se desmayó.

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